Amanece sin prisa, para ellos todavía es anoche. Amantes cibernéticos, andróginos, se abrazan en la intimidad de un cuarto de hotel virtual, acogedor y helado como un iglú en la inmensidad del polo norte. Se tocan sin sentir, se rozan y se muerden con la pasión puesta en automático.

Dos amantes cibernéticos, asexuados, se miran cómplices con ojos velados y susurran palabras en un idioma cifrado, inconfesable. Huelen a nuevo, como electrodomésticos recién sacados de la caja de cartón.

Mientras tanto, afuera, los trenes llevan a la gente a trabajar, con sus bolsos, sus lagañas, sus sueños rotos y sus frustraciones. Un joven barre el andén, el diariero canta los títulos y unos venden todo lo que los otros necesitan comprar.

Primavera, el sol quema, para ellos no hay mañana. Amantes cibernéticos, relucientes, ignoran una pantalla de televisión que está apagada. Tal vez, si estuviera encendida, dejarían de mirarse para mirarla y vivir pasivamente las vidas de los personajes que viven y mueren dentro de ella.

Dos amantes cibernéticos, descartables, se devoran a besos antes que sus baterías de litio comiencen a mostrar la luz roja que anuncia peligro. Se conectan y se desconectan frenéticamente hasta quedar exhaustos, agotados.

Mientras tanto, afuera, en las calles, los micros y los taxis también cumplen su función rutinaria. La ciudad se despierta lentamente, un perro ladra a un motociclista que le arroja una patada defensiva y le escupe un rosario de puteadas inaudibles.

Dos amantes cibernéticos, alienados. Tan brillantes y sombríos, tan fríos y afiebrados, tan distantes y cercanos. Dos amantes cibernéticos, indolentes. Tan frágiles y potentes, tan iguales y distintos a cualquier de nosotros en estas cosas del amor en los tiempos posmodernos.

Marcelo Rivero