Galletti era un muchacho que pasaba los 30 años y tenía un cierto grado de retraso madurativo. Vivía con su madre. Siempre peinado a la gomina, con pantalón de vestir, camisa, saco gris y mocasines. Los que lo conocieron de chico, contaban que era el más inteligente de la clase y poseía una memoria prodigiosa.

-Che, Galletti, mirá que estamos organizando una carrera para el 21 de septiembre, el día de la primavera.

-¿Y quién va a correr, Luisito?

-Vos, amigo, si sos el más rápido del barrio.

-¿Y quién es el contrincante al que tengo que enfrentar?

-No sé, qué sé yo. Un pibe de 17 años que se llama Martín y juega en la cuarta de Gimnasia -detalló Luisito, haciéndose el desentendido-. Me dijo el Mingo que es primo de él, o algo así, y que vive cerca de la Escuela 3. Entonces va a ser una competencia Villa Tranquila vs Cambaceres y a la vez Estudiantes vs Gimnasia.

-Uy, voy a tener que empezar a entrenar, faltan diez días nada más -se preocupó Galletti, acomodándose el pelo.

-Dejate de joder, locura, para qué vas a entrenar, si no hay nadie más rápido que vos, no hay nadie que pueda ganarte -lo alentó Luisito.

Muchos le decían El Loco Galletti, o Galletti a secas, apodo que se ganó por su admiración por el futbolista de Estudiantes que ya había tenido un paso previo en el club platense y que regresó en 1982 para consagrarse campeón con el Pincha. Su nombre verdadero era Orlando Casado. Cuando se lo preguntaban, él respondía «Casado de apellido, nomás, pero estoy soltero y sin apuro».

Galletti era un muchacho que pasaba los 30 años y tenía un cierto grado de retraso madurativo. Vivía con su madre. Siempre peinado a la gomina, con pantalón de vestir, camisa, saco gris y mocasines. Los que lo conocieron de chico, contaban que era el más inteligente de la clase y poseía una memoria prodigiosa. Conocía los nombres y apellidos de todos los vecinos del barrio y era capaz de exponer, con lujo de detalles, el árbol genealógico de cada uno de ellos. Además era un hombre veloz y le gustaba demostrarlo desafiando a los transeúntes a carreras de una cuadra. No siempre solían hacerle caso, pero cuando se le daba la oportunidad, indudablemente ratificaba que era el más rápido del barrio.

Luisito había notado que Orlando llevaba un par de semanas colocando plantillas de cartón a su único par de mocasines porque el dinero de la pensión de su madre no alcanzaba para llevarlo al zapatero y hacerle mediasuela y taco. Por eso pensó en organizar una carrera el día de la primavera y juntar fondos para comprarle un nuevo par de zapatos. Entonces se contactó con el Mingo, un vecino respetado en el barrio y que solía organizar cuadrangulares y campeonatos de penales. Allí surgió el nombre de Martín, su primo o algo así, para ser el contrincante. Luego de eso, entre los dos comenzaron a recorrer casa por casa, anunciando la competencia y ofreciendo un «bono contribución».

-Faltan dos días para la carrera y ya está casi todo organizado. La recaudación viene muy bien. Además de los mocasines, seguro ligás alguna otra cosa -le informó Luisito, cuando se cruzó con Galletti en la puerta de la panadería.

-Gracias, gracias, vos sos un amigo de verdad.

-Vos también -respondió Luisito, abrazándolo y sintiendo que crujian los miñoncitos en la bolsa de los mandados que quedó atrapada entre los dos.

-Una pregunta.

-Sí, decime.

-¿Mi mamá puede ir a la carrera?, andamos con poca plata para la entrada -se excusó.

-Cómo no va a ir, si es la madre del más rápido del barrio -expresó Luisito, palmeándole la espalda al corredor-. Es un bono contribución, no es obligatorio, el que no tiene no paga, pero igual puede ir. Además, tu mamá es la invitada especial.

-Gracias, gracias, Luisito, gracias, gracias… -se alejó repitiendo, mientras caminaba de regreso a su casa y masticaba un pedazo de pan.

Galletti había jugado en algún que otro equipo en los cuadrangulares de fútbol organizados por el Mingo y siempre se prendía en los picados del barrio, pero lo que le sobraba en velocidad le faltaba en habilidad con la pelota. Sumado a eso, nunca tuvo ropa deportiva y solía jugar con su pantalón de vestir arremangado y los clásicos mocasines. El saco siempre lo doblaba prolijamente y lo dejaba con cuidado a un costado de la cancha. Poco a poco se fue convenciendo, o lo convencieron, que lo suyo no era el fútbol y que en verdad debía dedicarse a las carreras de cien metros llanos.

Las competencia anteriores habían sido espontáneas, desafíos repentinos, sin testigos o apenas con un público de dos o tres curiosos que pasaban casualmente por ahí. Sin embargo, esta vez era distinto, se trataba de una carrera bien organizada, con hinchada propia y visitante, y eso lo tenía más ansioso de lo habitual. Se trataba de la carrera más importante de su vida.

El día previo había llovido durante tres o cuatro horas. El invierno se despedía con agua, pero la primera jornada de primavera amaneció sin nubes. La calle, todavía de tierra en aquellos años, se veía húmeda, pesada, pero eso no impediría el normal desarrollo de la carrera. El sol brillaba desde temprano y todavía faltaba mucho para las seis de la tarde, la hora establecida para el inicio del desafío atlético.

Un rato antes, aparecieron Luisito y el Mingo con dos sogas y cortaron el tránsito en ambas esquinas de la calle Haramboure: El punto de partida en Barragán y la meta en Liniers, el centro neurálgico del barrio. A metros de la línea final vivía Don Bilbao, un concejal recientemente electo, que se había comprometido a conseguir la autorización para el corte de tránsito durante dos horas. El papel firmado nadie lo vio, pero al menos tenían el compromiso «de palabra» de una autoridad municipal.

Poco a poco fueron llegando vecinos y vecinas de ambos barrios. El Club General Belgrano aportó veinte sillas de madera que se dispusieron en la vereda misma de la institución, una especie de platea preferencial con vista exclusiva en los tramos finales de la pista atlética improvisada. Un grupo de vecinas, amuchadas bajo la sombra de un fresno, comentaban:

-Miren, chicas, ahí vienen las pitucas de Cambaceres.

-Todas con la nariz parada, como oliendo bosta de vaca.

-Y pensar que algunas nacieron acá en la villa y ahora vienen con su vestido nuevo y la permanente recién hecha, como si vivieran en 7 y 50, ja ja.

-Dejalas, Pocha, dejalas. Hoy nuestro pollo no puede perder.

En la meta, Luisito tenía todo listo: Un banderín solferino de juez de línea para bajar al llegar el ganador. Y había convocado a dos veedores, uno de cada barrio, para que avalaran el resultado definitivo, evitando de ese modo especulaciones en caso de un final cerrado, ajustado.

El primero de los contrincantes en llegar fue Martín. Traía puesta la camiseta de Gimnasia y un par de zapatillas Adidas nuevas, relucientes. Un calzado que nadie había visto jamás en esa barriada. Estaba acompañado por su preparador físico, un asistente y cuatro o cinco amigos. Las pitucas de Cambaceres aplaudieron tímidamente. Las chicas de Villa Tranquila abuchearon con ganas.

En la línea de partida estaba el Mingo, comunicándose con Luisito mediante unos walkie talkies de Barbie, prestados por su hija menor. Regalo que la niña había recibido por el Día del Niño.

-Atento, atento, Luisito. Cambio.

-Escucho, Mingo. Cambio.

-¿Cómo está todo por ahí? Cambio.

-Todo perfecto. Tengo el banderín solferino. Están los veedores y la gente ya va poblando las veredas. Cambio.

-Desde acá veo que Martín viene caminando con dos personas. Cambio.

-Sí, Mingo, va con el preparador físico y un asistente. Sus amigos se quedaron para alentarlo de mitad de cuadra para acá. Cambio.

-¿Sabés algo de Galletti? Faltan cinco minutos y todavía no lo veo. Cambio.

-Quedate tranquilo que ya va a llegar. Cambio.

Tenía razón Luisito, un minuto más tarde llegó el corredor local. Mientras tanto, Martín tomaba una Coca fría y escuchaba atentamente a su preparador físico que le decía algo al oído. Se agachó, el asistente le echó agua en la nuca con un bidón y sacudió su melena mojada. El preparador volvió a decirle algo al oído y, después de dar tres o cuatro saltos cortos, comenzó a elongar una de sus piernas y luego la otra.

Galletti se sacó el saco gris, lo colgó en la reja de una casa y metió las botamangas del pantalón de vestir dentro de las medias. La camisa parecía recién planchada, los mocasines bien lustrados y peinado como siempre, a la gomina. Su mamá se acomodó en una de las sillas de madera dispuestas en la vereda del Club General Belgrano.

-Bueno, estamos sobre la hora -dijo el Mingo, mirando su reloj de pulsera-. ¿Están listos para empezar?

-Sí, Mingo, estoy listo -se apuró a contestar Galletti.

-…

-¿Están listos para para empezar? -reiteró el organizador, mirando a Martín fijamente a los ojos.

-Sí, estoy -respondió tímidamente el pibe.

-Sí, Mingo, estoy listo -repitió el corredor local.

-Muy bien, muy bien. La cosa es simple: el primero en llegar gana, el segundo pierde. No hay mucho misterio -detalló el Mingo-. Primeramente, se ponen sobre la línea de partida. Yo me coloco a un costado y les digo: «Preparados, listos, ya»…

Galletti arrancó a correr y el Mingo lo agarró de un brazo.

-Esperá, Orlando, todavía no comenzamos. Les estoy explicando cómo será la salida. Escuchen con atención, por favor. Hagamos las cosas bien. No los quiero poner más nerviosos, pero hay mucha gente y no podemos defraudarlos.

Eran las seis en punto de la tarde. El sol brillaba y la temperatura acompañaba. A la distancia se oía el canto de la hinchada visitante: «Martín, Martín, Martín…».

Los pibes del barrio habían ido al pic-nic de la primavera a Punta Lara y llegaron a último momento. Uno traía un bombo y otros dos con un redoblante atado a la cintura. Se sumaron a la hinchada local y el aliento se hizo atronador: «Galleeetti, Galleeetti, Galleeetti…».

Dos perros se peleaban en medio de la calle y hubo que demorar la partida unos instantes hasta que un vecino los sacó a patadas en el culo. El Mingo avisó a Luisito por el walkie talkie que ya estaban listos para empezar. Luego indicó a los corredores que se colocaran sobre la línea de partida.

-Bien, ahora sí, muchachos. Preparados, listos… -hizo una pausa de unos segundos que parcieron eternos, y gritó con todas sus fuerzas- Ya!

Los dos partieron a toda velocidad. Sin embargo, Martín, gracias a su contextura delgada y largas zancadas, tomó la delantera. Galletti, con casi el doble de edad y unos kilos de más, parecía no hacer pie con sus mocasines gastados. Los primeros veinte, veinticinco metros fueron para Martín, que volaba con sus zapatillas Adidas nuevas y la melena al viento.

-Martín, Martín, Martín…

-Pum, pum, prrr, pum, pum…

Llegando a mitad de cuadra, el pibe del barrio Cambaceres seguía liderando la carrera, pero Galletti empezó a hacer pie y recuperó terreno. Parecía empujado por una energía externa.

-Galleeetti  Galleeetti, Galleeetti…

-Pum, pum, prrr, pum, pum…

Una nena de tres o cuatro años se soltó de la mano de su padre y corrió distraída hacia en medio de la calle. Ambos contrincantes se acercaban a toda velocidad. Uno de los amigos de Martín advirtió lo que sucedía, picó raudamente en dirección a la nena, la tomó en sus brazos y se la entregó a su padre que le agradeció estrechándole la mano. Una de las chicas, de unos catorce años, que también había regresado del pic-nic de la primavera, lo miró con ojos extasiados y una sonrisa dibujada en los labios.

Los últimos metros encontraron a los dos corredores mano a mano, cabeza a cabeza. Martín mantenía el ritmo y no se notaba cansado. Por su parte, Galletti respiraba con la boca abierta y su cara regordeta se veía enrojecida. Iba de menos a más y esa energía externa parecía empujarlo con más fuerzas. El griterío de la gente era ensordecedor. Cruzaron la línea y Luisito sacudió con énfasis el banderín solferino.

Unos aplaudían, otros gritaban, todo era confusión. El Mingo se acercaba al trote, intentando comunicarse con el walkie talkie, pero Luisito no respondía. Martín se detuvo apenas cruzó la meta, casi sin hacer gesto alguno. Por su parte, Galletti no frenó, saltó la soga que cortaba el transito en la esquina de calle Liniers y siguió corriendo como media cuadra más. Alguien le gritó: «Te pasaste, Petronilo, pegá la vuelta. La Argentina te queda chica». Todos rieron a carcajadas.

-¿Quién ganó, quien ganó? -preguntaban los espectadores de ambas barriadas.

Luisito conversaba con los veedores para decidir. Se sumó el Mingo, que llegó agitado y tosiendo. El bullicio lentamente se transformó en tenso silencio. Los cuatro tomaron una decisión, se pusieron de acuerdo, asintieron con la cabeza y luego se dieron la mano. Los veedores se hicieron a un costado.

-Ya tenemos el nombre del ganador -anunció Luisito, levantando una mano e intentando sembrar un poco de suspenso.

-Ganó Galletti -se apresuró a gritar el Mingo, sin dejar lugar a dudas.

Se oyeron aplausos y más gritos. Inmediatamente llevaron en andas al triunfador. El sonido de los redoblantes y el bombo retumbaba haciendo temblar los viderios de las ventanas. El perdedor se retiró en silencio con su equipo y amigos. Los vecinos y vecinas del barrio de Cambaceres también se alejaron casi sin hablar. Nadie discutió la decisión.

En pocos minutos quitaron las sogas de las esquinas y entraron las sillas de madera al club. Los chicos del bombo y los redoblantes, con el fervor de la juventud, siguieron haciendo ruido en la vereda de la Escuela 9 y pronto se dispersaron tranquilamente. El barrio, poco a poco, recuperó su paz habitual.

Luisito, con todo el dinero recaudado, abordó su Citroen 3cv y partió para el centro. En la calle La Merced compró el par de mocasines número 40 y unas zapatillas Bochín para que Galletti también pudiera contar con un calzado adecuado para competir en sus carreras. De regreso trajo medio gancho de chorizos y pan. El Mingo lo esperaba en el quincho de su casa con el fuego encendido. Allí también estaban el ganador, su madre, un puñado de colaboradores de la organización, parte de la comisión del Club General Belgrano y el concejal Don Bilbao. Mágicamente aparecieron dos damajuanas de vino tinto y un frasco de chimichurri para condimentar los choripanes.

-Mamá, mirá qué lindo regalo que me hizo Luisito -dijo Galletti, cargando las cajas de los calzados nuevos.

-No es un regalo, Orlando querido, es un premio que te ganaste en buena ley -señaló Luisito, abrazando al ganador, y entregándole a la madre el dinero restante en forma de rollo, sujeto con una banda elástica.

-Un aplauso para el asadador -interrumpió el Mingo, colocando sobre la mesa la bandeja de chorizos y señalando con el mentón a su hermano que estaba a cargo de la parrilla.

Durante la cena repasaron detalles de la jornada y, entre risas y copas de vino, recordaron viejas anécdotas una y mil veces. Antes de la medianoche, con la panza llena, el corazón contento y la satisfacción de la tarea cumplida, todos regresaron a sus domicilios, a sus cosas, a su rutina.

De un día para el otro, nadie supo nada más de Galletti y su madre. Unos dicen que ella murió y él fue ingresado a un instituto para personas con problemas mentales. Otros juran que una mañana vieron a su padre, o un hermano mayor, o un tío lejano, que vino a llevárselo a vivir a otra provincia. Quién sabe. Muchas teorías se tejieron al respecto, muchas versiones, suspicacias y mitos (sub)urbanos. Muchas especulaciones y pocas certezas.

Lo que sí es cierto, es que aquella jornada gloriosa del 21 de septiembre de 1984 sigue siendo una de las páginas imborrables en la historia deportiva de Villa Tranquila. Un triunfo inobjetable de Orlando «Galletti» Casado, el más rápido del barrio.

Sin embargo, con el paso del tiempo, unos años después, hubo quienes comenzaron a cuestionar el resultado de la carrera organizada por Luisito y el Mingo. Incluso, como sucede en estos casos, los más críticos fueron personas que ni siquiera presenciaron la competencia de aquella tarde de primavera.

-Para mí que el Mingo arregló todo para que ganara el Loco Galleti. Al pibe ese, que es hijo de su prima, o algo así, le compró la camiseta del Lobo, las Adidas y listo. Vino a perder y salió ganando.

-Seguro, seguro. Además, para mí no jugaba al fulbo. Pasaron los años y no debutó en Gimnasia ni en ningún club. ¿Vos lo viste jugar en algún lado?

-No, jamás. Y mirá que me veo todos los partidos en Fútbol de Primera.

-Otra cosa más, ¿Te lo cruzaste alguna vez en Ensenada?

-¿A quién, al Mingo?

-No, gil, al Mingo no, al pibe que supuestamente jugaba en el Lobo.

-No, nunca, si no vivía en Cambaceres. Dicen que era de La Plata o de Berisso.

Luisito siempre trató de dar explicaciones a los cuestionamientos: «Miren, muchachos, acá no hubo nada arreglado y nadie se quedó con un sólo centavo. Honestamente les digo que lo único importante es que con lo recaudado pudimos ayudar a Galletti».

Por su parte, todo aquel que se animaba a criticar el accionar del Mingo, indefectiblemente recibía la misma y contundente respuesta: «Pero andá a cagar, pedazo de boludo».

 

Marcelo Rivero