La tarde estaba soleada, sin una sola nube, con un viento un poco más fuerte que el habitual. Sin embargo, la arena se mantenía casi a punto de ebullición y el agua, como siempre en la costa atlántica, muy fría. Si la temperatura del mar bajaba un par de grados, en aquella ocasión podría haberse dado la extraña situación de tener un desierto ardiente al borde de un glaciar.
No suelo tomar sol, sí me expongo a los rayos ultra violeta cada vez que me doy un chapuzón en el mar. Pero aquella tarde me quedé algunos minutos más parado en la playa, mirando la lejanía del horizonte, sintiendo las caricias intermitentes de las olas en mi pies.
Entonces me encontré con el petiso Hernández, se lo veía muy enojado, refunfuñando y zapateando sobre la arena. Me contó que un vendedor le ofreció a su mujer un burbujero para su hijo y resulta que el hijo vendría a ser él. Vaya uno a saber si se trató de una confusión o una cargada por su escasa estatura. Lo cierto es que el petiso, que no tiene hijos, saltó y le pegó una trompada en el estómago al vendedor ambulante. De haber saltado un poco más, a lo mejor el golpe habría llegado hasta el pecho. «Lloren, chicos, lloren. Llegó el burbujero», se oyó a lo lejos y el petiso, indignado, salió corriendo para volver a encararlo.
A pocos metros de allí, tres nenas de entre cinco y siete años, con sus baldecitos y palitas de plástico, construían un castillo de arena, con sus torres, torretas, almenas, puente levadizo y foso correspondientes. Esas pequeñas y bronceadas constructoras nada tenían que envidiarle al arquitecto alemán Karl Noordman, encargado del diseño del Torreón del Monje de Mar del Plata. Como todo castillo medieval que se precie de tal, pensaba, debería tener sus encantos, sus misterios y, ¿por qué no?, sus fantasmas.
Cavilando sobre espectros y apariciones, vi que se me acercaba una pálida y fantasmal figura. Me saludó cordialmente y respondí el saludo estrechando su mano hiper encremada. Notó que no lo reconocí y me aclaró que era el mismo joven al que un par de días antes ayudé a cerrar el traje de neoprene. Me quité los lentes oscuros para verlo mejor y al descubrir que llevaba puestas las patas de rana y el casco de ciclista comprendí que se trataba de la misma persona.
Me confesó que sus amigos lo convencieron de que no era necesario usar el traje de buzo para extremar el cuidado de la piel y que con un protector solar de alta graduación era más que suficiente para no sufrir quemaduras. Por tal motivo, durante la noche previa fue a la farmacia más cercana, compró un protector factor 50 y decidió ponerse cuatro capas antes de salir del cuarto del hotel después del mediodía. «De esta manera voy a tener una protección factor 200», dijo. No creí que superponiendo capas de protector solar la graduación pudiera aumentar de esa manera, pero como no soy dermatólogo, preferí ahorrar cualquier comentario al respecto. Conversamos algunos minutos más sobre temas varios, luego se colocó las antiparras, nos despedimos y cuidadosamente se metió en el mar ataviado con sus bermudas de corderoy marrón y un pato inflable en la cintura.
«Ese fantasma más que asustar causa risa», me susurró al oído mi vecino de la sombrilla verde y blanco, antes se cambiar la yerba del mate, evitando ser escuchado por su esposa, la especialista en codazos certeros a las costillas.