Bajaron al subsuelo del Bar, una mazmorra oscura y húmeda, sin ventilación ni salida de emergencia. No había escenario, los instrumentos estaban ubicados en un rincón y las mesas se encontraban pobladas por la habitual fauna nocturna del under platense. Pidieron una cerveza y disfrutaron del show.
La previa siempre la hacían en el Bar La Placita, pero el último año del siglo XX venía muy complicado laboral y económicamente para Guille, Pablo y Rucucu. Por eso, aquel viernes de septiembre decidieron poner unas monedas cada uno, comprar un vino en la estación de servicio y tomarlo sentados en un banco de Plaza Italia.
-¿Alguien tiene un faso? -preguntó Rucucu.
-Sí, tomá -dijo Pablo sacando el atado del bolsillo de la camisa de jeans-. Vos, ¿Querés uno?
-No, gracias, Pablín, estoy tratando de dejar -se excusó Guille y cambiando de tema agregó-. Mañana toca Pappo acá en Chacal, yo voy a venir. ¿Ustedes, qué van a hacer?
-Yo tengo el cumpleaños de un compañero de trabajo -señaló Pablo-. Después quieren salir a bailar al Centenario, así que no creo que pueda venir.
-Qué manga de caretas, loco. Todos con sus chombas bien planchadas y sus zapatitos náuticos -disparó Rucucu entre risas-. Yo vengo, Guille, contá conmigo. ¿Cuánto están las entradas?
-Ni idea. El problema es que no tengo un mango. Estoy sin laburo hace un par de meses -detalló.
-Pero ¿sos boludo, Guille? Te dije mil veces que el Paraguayo siempre tiene alguna changa para hacer y con eso vas zafando -recriminó Rucucu-. Mañana vamos juntos y conseguimos algo. Una mudanza, entrar un camión de escombros, robar un banco, lo que sea. Algo va a salir.
-¿Es verdad que ese loco trae porro del Paraguay? -quiso saber Pablo antes de tomar el último trago del tetrabrik.
-No creo, Pablín. Mirá si se va a poner a levantar paredes y a revocar todo el día si manejara semejante negocio -planteó Guille con cierta lógica.
El Paraguayo era un tipo de unos cuarenta años, no muy alto, pero con una fuerza y una energía envidiables. Llegó a La Plata cuando tenía catorce años y desde aquel momento se ganó la vida construyendo y refaccionando casas. Empezó como ayudante de otros albañiles también llegados de su tierra natal y poco a poco consiguió armar su propio equipo de trabajo. Más tarde, con las camionetas que usaba para trasladar herramientas y materiales, más un nuevo camión, empezó a realizar mudanzas. Empecinado en seguir creciendo, también abrió una casa de compra y venta, la cual utilizaba diariamente como oficina de trabajo.
Las malas lenguas aseguraban que hizo fortuna trayendo marihuana del Paraguay y que la casa de compra y venta la surtió con cosas que quedaban «olvidadas» en las camionetas durante las mudanzas. Lo cierto es que el Paraguayo trabajaba de sol a sol supervisando las obras de construcción y además siempre fue generoso con los pibes del barrio, a quienes nunca les negó una changa si estaban necesitados.
-Che, se terminó el vino. ¿Qué hacemos, compramos otro? -preguntó Pablo tirando el tetra al cesto de basura como si se trata de un lanzamiento de básquet.
-No, mejor vamos al Bar Santa Fe, tocan unos pibes que andan bien: Los Flying Granaders -propuso Rucucu poniéndose de pie, tocando una viola imaginaria y sacudiendo la cabeza-. El guitarrista es un fenómeno y el batero vino de Estados Unidos.
-¿Es yanqui el batero? -preguntó Guille.
-No, Guillermito, es de acá, de La Plata, pero estuvo viviendo allá una bocha de años. Es una máquina -aclaró.
-Y bueno, yo qué sé. Preguntaba nada más.
-Bueno, vamos, entonces -ordenó Pablo.
-Vamos, vamos.
Bajaron al subsuelo del Bar, una mazmorra oscura y húmeda, sin ventilación ni salida de emergencia. No había escenario, los instrumentos estaban ubicados en un rincón y las mesas se encontraban pobladas por la habitual fauna nocturna del under platense. Pidieron una cerveza y disfrutaron del show. Después de la última canción, Rucucu se puso de pie y, agitando los brazos, gritó desforadamente: «Otra, otra, otra…». Guille y Pablo lo siguieron haciendo palmas y desde las otras las mesas también se sumaron. Los músicos tocaron una canción más y se fueron felices.
La sala quedó semi vacia, los tres pidieron otra cerveza y siguieron conversando, haciendo tiempo para decidir adónde seguirían la noche.
-Buen show, loco, sonaron bien los pibes. Tenías razón, Rucu, el batero es una máquina -afirmó Pablo encendiendo otro cigarrillo.
-Sí, estuvo bueno, andan bien los pibes. El cantante es medio pelo, pero escribe buenas canciones -agregó.
-Si canta Bob Dylan, como dirían los Decadentes, cualquiera puede cantar -sostuvo Guille antes de tomar el último culito de cerveza tibia-. Y el bajista ¿qué les pareció?
-No, ni idea. ¿Quién escucha al bajista si no es Jaco Pastorius o Pedro Aznar? -lanzó Rucucu muerto de risa.
-Bueno, a ver si terminamos con el programa de Lalo Mir y Bobby Flores y arrancamos para algún lugar -bromeó Pablo-. Acá ya no pasa nada. ¿Vamos para El Estudio?
-Dale, vamos -apuró Rucucu.
-Yo no tengo un mango.
-No te preocupés, Guille, conozco a los de la puerta. Entramos de una, no hay drama -aseguró Pablo.
Guille había pasado toda la tarde llamando a un programa de radio con la intención de ganar entradas para el recital de Pappo’s Blues. La metodología era simple, consistía en pasar diez segundos de un tema y los oyentes debían adivinar el título. No falló ni uno: «¿Adónde está la libertad?», «El Viejo», «Fiesta cervezal», «Llegará la paz»… Sin embargo, antes del final del programa, a la hora del sorteo, no apareció su nombre en la lista de ganadores: «Afortunado en el amor, mala suerte en el juego», dijo con algo de resignación y un dejo de ironía mientras apagaba el radiograbador.
Tal como había prometido, Pablo habló con la gente de la puerta y consiguió tres pases libres. Simplemente le pidieron discreción, hacer la fila como cualquier hijo de vecino y así lo hicieron. Inmediatamente, a Guille le pareció ver una cara conocida. «Sofi», gritó creyendo que susurraba. Ella, con la sonrisa plena y los ojos iluminados, se acercó y le dio un beso ruidoso.
-Ella es Sofi -abundó Guille y le presentó a sus amigos-. Estos son Pablo y Rucucu.
-Hola, ¿cómo están?. Él es Dani, un compañero de la facu.
Guille lo saludó con un leve movimiento de cabeza. Pablo le apretó la mano con tanta fuerza que el chico de anteojos casi pierde dos falanges. Por su parte, Rucucu se le puso a un lado y, tras palmearle la espalda, le hizo señas indicando que se colocara en el último lugar de la fila.
Desde ese momento, Guille y Sofi no se despegaron más en toda la noche. Entraron, tomaron unos tragos, rieron y bailaron hasta que, repentinamente y sin despedirse, se fueron del lugar. Sofi venía de un viaje de mochilas cansadas, Guille pateaba veranos sin sol y en el escolazo de los besos cantaron ¡bingo! y así anduvieron por las calles de la ciudad hasta llegar al departamento que los padres de ella le alquilaban en el centro. Durmieron juntos y Sofi lo sorprendió con el desayuno en la cama. Era el mediodía. Se despidieron calurosa y apasionadamente, sin saber si volverían a verse.
Guille y Sofi se conocieron un par de años antes, durante un show de La Mississippi en el Cafetal. Ella era amiga de la por entonces novia de un ex compañero de secundaria de él, con el que solía ir a recitales o emborracharse por ahí. Fue amor a primera risa, se gustaron, se quisieron, pero era un amor imposible. Mejor podría decirse que era un amor sin posibilidad de continuidad. Los padres de ella, polacos judíos que llegaron con sus familias al país escapando de la guerra, siempre le exigieron que debía casarse con alguien de la colectividad y que además fuera profesional. Guille nunca encajó en ninguno de esos dos casilleros.
-¿No te dije que el Paragua nos iba a conseguir algo? -señaló Rucucu a Guille una vez confirmada una mudanza y en segundo lugar un traslado de elementos para decorar un salón para un casamiento.
-Sí, tenías razón.
-Che, ¿qué pasó con la minita de anoche?, te fuiste y nos dejaste tirados. ¿Te la volteaste por lo menos? -indagó Rucucu.
-Primero que nada, Sofi no es «una minita», es una buena piba…
-Ay, Guillermito está enamorado -interrumpió burlonamente Rucucu.
-¿Y si estoy enamorado, qué?, ¿vos nunca te enamoraste?, ¿cuál es el problema?
-No hay ningún problema, no pasa nada -se acercó Rucucu sacando una pistola de la cintura y poniéndosela en el pecho a su amigo.
-¿Qué hacés, estás loco?. ¿Desde cuándo andás armado vos? -se sorprendió Guille apartándolo con sus manos.
-No te asustés, Guillermito, ¿tenés miedo? -Lo apuró.
-A las armas no. Le tengo miedo a los boludos que las empuñan -respondió con firmeza.
-No es de verdad, Guillermito, es una réplica. La traje por las dudas, por si el Paraguayo se ponía pesado -mintió Rucucu guardando el arma en la cintura y dando por terminada la discusión.
Finalizada la jornada laboral, ambos recibieron la paga correspondiente y quedaron en que se encontrarían un rato antes del show. Sin embargo, Guille no pudo con su ansiedad y, después de una ducha fría, salió apurado para Chacal. Unos minutos más tarde, llegó el micro negro con el logo de Riff, manejado por el mismísimo Pappo que bajó secundado por su perro Cactus e ingresó a la sala. Guille quedó petrificado.
Superado el shock inicial de ver por primera vez al héroe de la guitarra, al ídolo del póster a color pegado en la pared de su habitación, y sin que nadie se lo pidiera, se arrimó al micro y se sumó a bajar los equipos e instrumentos. El baterista Black Amaya le consultó si podía ayudarlo a descargar la batería. Guille lo acompañó, la subieron al escenario y la armaron en unos pocos minutos. «Esta noche sos mi asistente personal. Quedate cerca», indicó amablemente el legendario baterista de Pappo’s Blues y Pescado Rabioso.
Al acabar la prueba de sonido, Pappo se dio vuelta y le preguntó al baterista: «Quién es este, Black?»
-Es Guille, mi asitente personal de está noche.
Pappo caminó lentamente hacia él, poniendo su clásica cara de terror, y le dijo con voz cavernosa: «Si mi amigo Black dice que sos su asistente, podes quedarte arriba del escenario. Está todo bien, Little Willy, vení a tomar una cerveza con la banda». Luego le estrechó la mano largando una estruendosa carcajada que retumbó en toda la sala. Guille no lo podía creer.
El público empezaba a agolparse en la puerta de Chacal. Rucucu, sin sospechar que Guille ya se encontraba adentro, miraba hacia la esquina para ver si venía como habían acordado por la tarde. Del otro lado de la calle llegó Pablo y le pegó un cortito en las costillas.
-Uy, pará, boludo, ¿qué hacés? -se sorprendió Rucucu-. ¿Vos no tenías un cumpleaños?
-Sí, pero les avisé, bah, les mentí que estaba descompuesto y me vine para acá, para disfrutar el show con ustedes -aclaró Pablo-. ¿Vino Guille?
-No, ese pelotudo todavía no vino. Nos va a dejar plantados otra vez, igual que anoche, que se levantó a esa minita en El Estudio y se fue sin avisar -protestó ofuscado-. Hoy le conseguí laburo con el Paraguayo, cobró buena plata, me dijo que venía y no apareció.
-Dejalo tranquilo, loco, tampoco es para que te pongas así. A lo mejor le salió otra cosa y no pudo venir -argumentó Pablo intentando calmarlo-. Mirá, ahí abrieron la puerta. Vamos.
Esa noche la sala era un hervidero, no cabía un alfiler. Rucucu y Pablo se metieron unas líneas en el baño mientras sonaba «Gato de la calle negra» y regresaron caminando entre el público, a los empujones y a los codazos, hasta llegar al borde del escenario. La banda dio un show potente y contundente. Los solos de Pappo, como siempre, filosos, inconfundibles e incomparables.
-¿Ese no es Guille? -señaló Pablo cuando lo vio acomodar los platos de la batería.
-No puede ser. Si no lo vimos afuera.
-A lo mejor llegó antes que nosotros. Sí, mirá, Rucu, es él -agregó cuando lo vio alcanzándole una botella de agua al baterista.
Tras concluir el show se encendieron todas las luces del lugar. La banda se retiró del escenario entre aplausos y ovaciones. El baterista Black Amaya arrojó uno de los palillos al público y el otro se lo entregó a Guille, quien en ese momento divisó a sus dos amigos que lo saludaban a los gritos y les hizo señas indicando que los vería afuera en unos minutos.
Al bajar del escenario notó que la puerta del camarín se encontraba cerrada y Cactus, el perro de Pappo, hacía las veces de patovica. Le acarició la cabeza afectuosamente y salió a la calle con la alegría de llevarse un valioso souvenir y la satisfacción de haber presenciado el mejor show de su vida.
-Qué capo, Guille, ¿qué hacías ahí arriba, cómo llegaste? -indagó Pablo dándole un abrazo apretado.
-Nada, vine temprano y me puse ayudarlos, a descargar los equipos e instrumentos y me invitaron a estar con ellos, para asistirlos -detalló.
-Qué bien, Guillermito, te felicito. Te cortaste solo otra vez, como anoche -recriminó Rucucu-, que te fuiste con esa minita y nos dejaste plantados.
-Ya te dije que Sofi no es una minita -lo frenó en seco.
-Bueno, basta, loco. Terminen con esta discusión que no tiene ningún sentido -medió Pablo.
Los tres iban caminando por calle 7, en dirección al centro, desentonando «Estábamos tomando vino fino natural, qué buena estuvo la fiesta en el club del blues local», cuando repentinamente Rucucu sacó la pistola y disparó un tiro al aire.
-¿Qué te pasa, boludo, estás loco?. Me dijiste que era una réplica, que era de mentira -reprochó Guille.
-Guardá el arma, pelotudo -ordenó Pablo.
Los tres discutían acaloradamente, pero Rucucu no se calmaba. Se veía furioso, irascible, incontrolable. Inesperadamente llegó un patrullero policial con dos agentes.
-Documentos, por favor. Contra la pared -Indicó uno de ellos.
Sin mediar palabra ni dar lugar a reacción alguna, Rucucu sacó la pistola de la cintura, disparó eficazmente y abatió a los dos policías.
-¿Qué hiciste? -atinó a decir Pablo. Guille estaba mudo y petrificado.
-Suban al patrullero, hijos de puta -exigió Rucucu apuntando a sus amigos.
Pablo ocupó el asiento del conductor y Guille solamente decía que no con la cabeza. Rucucu insistía y no dejaba de apuntarlo.
-Subí te dije. Subí por que te quemo a vos también -amenazó sin bajar el arma. Guille seguía inmóvil y diciendo que no con la cabeza.
-Subí, la puta que te parió, es la ultima vez que te lo digo -remarcó.
Guille no reaccionaba y continuaba negándose. Rucucu cumplió con su amenaza y, sin dudar, disparó a quemarropa: Dos balazos en el pecho y otro en un brazo. Guille cayó sin vida junto a los dos oficiales. El charco de sangre oscura y espesa se extendió sobre la vereda. El sonido de sirenas de otros patrulleros se escuchaba cada vez más fuerte. Rucucu subió al vehículo, Pablo aceleró y huyeron a toda velocidad. Unas cuadras más adelante se oyeron otros dos disparos y el patrullero en el que escapaban se incrustó en la vidriera de un Todo por 2 Pesos.
Marcelo Rivero