En algún momento de la vida, todos aprendemos, o descubrimos, que el vidrio se fabrica fundiendo arena a una temperatura de alrededor de 1700 °C, que es similar a la temperatura que alcanza un transbordador espacial al reingresar a la atmósfera terrestre. Eso mismo recordé mientras corría intentando infructuosamente llegar al agua sin sufrir quemaduras de tercer grado en las plantas de los pies.

En esa loca y desesperada carrera hacia el mar, sentí que comenzaba a tener una velocidad inusitada. Por un momento me sentí más ágil y más ligero que Claudio Paul Caniggia en Italia, durante el Mundial de 1990. Hasta llegué a ilusionarme con ser descubierto por el DT de algún equipo que estuviera haciendo la pretemporada en Mar del Plata y terminar debutando en primera, en un encuentro de los clásicos torneos de verano. Sin embargo, esa ilusión duró poco, dos adolescentes de unos doce o trece años me pasaron como alambre caído y en pocos segundos me sacaron unos cincuenta metros de distancia.

Una vez en el agua, enfriando los pies casi derretidos, recapacité que es improbable debutar en primera a esta edad. Con más de cincuenta años uno ya es más viejo que los técnicos, el árbitro, los jueces de línea, el cuarto y los que manejan el VAR. Es más, arriesgaría a decir que hasta los presidentes de los clubes de fútbol son más jóvenes que uno. Pero no hay que desilusionarse, hay que trabajar en la semana y esperar a que el domingo nos traigamos los tres puntos.

Con el agua hasta las rodillas, me encontré con el petiso Hernández, un muchacho con el que nos enfrentamos varias veces en partidos de fútbol 5. Evitando que las olas lo pasaran por arriba, entre salto y salto, me contaba que sus padres lo traían siempre a esta playa. En esos años él jugaba al básquet, pero como consecuencia de las quemaduras que sufrió, debió ser intervenido quirúrgicamente en numerosas ocasiones para retirarle la piel muerta de las plantas de los pies. Por tal motivo, me confesó que perdió entre cinco o seis centímetros de estatura. De todos modos, pensaba yo, para una persona de talla baja, como en su caso, no le alcanzarían cinco o seis centímetros más para ser un basquetbolista destacado, en verdad estaría precisando unos cuarenta centímetros, un par de zancos o una escalera de aluminio plegable.

Cerca de la hora del mate, con el sol pegando un poco menos, se acercó un joven recién llegado y me pidió si lo podía ayudar con el cierre del traje de neoprene. Le di una mano y le consulté si en esta playa había escuela de buceo o de surf. Contestó que no, que simplemente vestía ese traje por precaución, que sus amigos le decían que era un exagerado, pero de todas maneras prefería prevenir antes que curar. Acto seguido se colocó las antiparras y un casco de ciclista, «por que una vez intenté barrenar una hola y me di un golpe en la cabeza», me dijo. Más adelante se calzó las patas de rana y unos guantes del mismo material que el traje de buzo. Me saludó con un gesto rápido, se fue caminando aparatosamente entre la gente tendida sobre mantas y esterillas, y de a poco se metio en el mar.

-Con esas patas de ranas no va a tener contacto con la arena que todavía sigue a dos grados del punto de ebullición- le señalé a mi vecino de sombrilla-, tampoco va a tener contacto con el agua, que al contrario de la arena, siempre está helada en la costa atlántica.

-Este, con esa indumentaria, no va a tener contacto con nada ni nadie. Menos con las minitas- argumentó-. Este no la va a poner… -quiso agregar cuando fue sorprendido por un codazo certero en las costillas que le aplicó su mujer. Para no causarle un mayor inconveniente en su relación de pareja o provocarle una lesión que lo dejara fuera de juego en sus últimos días de veraneo, decidí ahorrar mis comentarios y recliné la reposera bajo la sombrilla para tratar de dormir una siesta. Acción que, más temprano que tarde, será interrumpida por el estridente silbato del guardavidas y los aplausos de los veraneantes, advirtiendo la pérdida de un nuevo niño, o del mismo, el de todos los días.