Sara nació en Lodz, Polonia. Con solo 12 años debió enfrentar el horror en el gueto en el que los nazis obligaron a vivir a los judíos.
Transmitir la memoria era una de sus razones de vivir. Tal es así que, su frase «Lucho por no olvidar» se convirtió casi en un lema que profesó durante toda su existencia, signada por la lucha y el dolor. Schejne María (Sara) Laskier de Rus, sobreviviente de Auschwitz y Madre de Plaza de Mayo, Línea Fundadora, falleció este miércoles, a los 97 años.
«Cuando cuento mi historia, atravesada por mis vivencias de niña en Auschwitz, y por la desaparición de Daniel en manos de la dictadura militar argentina, no siento dolor, al contrario, siento una liberación. La vida me dio este motor. Si yo quedé viva después de todo el sufrimiento… Quiero contar y siento que debo contar porque ya quedamos muy pocos de los sobrevivientes. Lucho por no olvidar. Lucho por la memoria», contó en una entrevista con Página/12, publicada en 2022.
Sara nació en Lodz, Polonia, en 1927. Fue, hasta 1939, la única hija consentida de Jacobo y Carola Laskier. Su papá era sastre. Hacía trajes a medida para los señores y tapados de piel para las señoras. Sara iba a la escuela y estudiaba violín. Hasta que llegaron los nazis.
A partir de entonces, esa niña de tan solo 12 años comenzaría una lucha por sobrevivir, soportando innumerables miserias humanas. Ella misma relataba, con una agudeza tan exacta como cruenta, lo que le ha tocado vivir por aquellos años. Estuvo en el gueto de Lodz, donde le tocó trabajar en una fábrica de sombreros para poder comer y vio morir al hermano que tanto anhelaba tener.
Luego, siendo una jovencita de 14 años, salvó a su mamá de las cámaras de gas de Auschwitz y trabajó esclava en una fábrica de aviones. En el medio, se enamoró de Bernardo Rus, un joven muy apuesto e inteligente que conoció a través de su padre, pero no pudo vivir ese romance hasta que se liberó y llegó a la Argentina, tras cruzar de forma ilegal la frontera con Paraguay. En nuestro país, Sara empezó de nuevo y fue feliz, según ella misma contó.
«Llegamos en 1948, con mi madre y Bernardo. Tuvimos que atravesar muchísimos obstáculos antes de poder establecernos en la ciudad», recordaba Sara.
En Buenos Aires, su tío estaba dispuesto a recibirla junto a su madre y su esposo. Pero el gobierno de Juan Domingo Perón no le abría las puertas a los judíos. Después de un viaje en avión accidentado, llegaron a Paraguay.
“Oficialmente no podíamos entrar a la Argentina. Teníamos que pasar ilegalmente con un barquito, juntar un poco de plata para dar a una persona que nos cruce la frontera. Eramos diez. Nadie hablaba una palabra de castellano. Nos llevaron a Clorinda. Y el tipo se mandó a mudar. Nos dejó solos, de noche, con lluvia. Hasta que vino un policía a caballo con un rifle. Sentó a mi madre arriba del caballo y a mí me dio el rifle. Nos llevó a su casa a los diez, con su mujer y no sé cuántos chicos y nos dieron de comer. Pero al otro día nos llevaron en micros a Formosa y nos metieron en la cárcel. Nos decían que nos iban a mandar de vuelta a Paraguay. Mi esposo era un hombre muy inteligente. Ya sabíamos que existía Eva Perón, que ella hacía mucho por la gente. El se atrevió a mandar una carta en polaco a Eva Perón. Le contaba nuestra historia. Se ve que le llegó, la hizo traducir y mandó a decir que no nos asustemos y que nos iban a mandar pases para ir a Buenos Aires. Efectivamente después de un tiempo nos mandaron los pases a todos los que estábamos allá. Y nos vinimos a Buenos Aires.”
Había que empezar de cero. Bernardo se inició en el oficio de anudador textil y se instalaron en el barrio de Villa Lynch.
El 24 de julio de 1950 nació su primer hijo, Daniel. Cinco año más tarde, llegó Natalia. Para Sara sus hijos eran el regalo con el que la vida le recompensó tantos años de sufrimiento. Sin embargo, con la llegada de la dictadura militar, en 1976, su vida volvió a estar signada por el dolor.
Daniel era físico nuclear. Un enamorado de su profesión. En 1976, ingresó a trabajar a la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), pero en 1977 fue secuestrado y desaparecido. Otros veinte físicos empleados de ese organismo también fueron detenidos ilegalmente durante la última dictadura.
A Daniel lo subieron a una camioneta. Esa fue la última vez que alguien lo vio. No hay testimonios que lo ubiquen en algún centro clandestino de detención, aunque su madre siempre sospechó que estuvo en la Escuela de Mecánica de la Armada, ubicada en la vereda de enfrente de la CNEA.
Cuando Daniel no llegó a casa, Sara y Bernardo pensaron que había tenido un accidente. Recorrieron comisarías y hospitales, hasta que fueron a la CNEA y se enteraron de que estaba desaparecido. “Ahí empecé yo a luchar», recordaba Sara, que luego se unió al grupo de mujeres que marchaba alrededor de Plaza de Mayo para reclamar por la aparición con vida de sus hijos.
«Creo que no hay dolor más fuerte que cuando te sacan a un hijo; eso cambió toda mi vida. Lo empecé a buscar por todos lados; viajamos con mi esposo al extranjero para buscar alguna ayuda que interviniera con el gobierno argentino. Viajamos por todos lados; hablamos con senadores y diputados que trabajaban en Washington. Todos mandaban cartas preguntando por Daniel, pero nunca hubo respuestas», contó la mujer.
Ese camino de búsqueda incansable se llevó la vida de su esposo. «En el 77 Bernardo me dijo que estaba esperando el retorno de la democracia. Un día de 1983, me dijo: “si mi hijo en seis meses no vuelve, yo ya no tengo nada que hacer”. Vino la democracia, pasaron seis meses, mi esposo se enfermó de un tumor y falleció el 2 de mayo de 1984. Esperó los seis meses. Lo dijo, y así fue».
Sin embargo, eso no detuvo a Sara. Su mayor anhelo era poder darle a su hijo una sepultura digna, poder llevarle una flor. «Nosotros nunca quisimos venganza; sí justicia», aseguraba.
Pese a su tenacidad, no pudo cumplir con lo que se había prometido aquel 15 de julio de 1977. Pero acompañó y celebró cada restitución, de hijxs y nietxs, como si fuera propio.
En 2008, recibió el premio Azucena Villaflor, otorgado por el gobierno nacional y fue declarada ciudadana ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, en 2010.
Hoy, Sara ya no está en el plano físico, pero su lucha por no olvidar continuará vigente en cada grito de Memoria, Verdad y Justicia. Así, será recordada por siempre.