El árbitro hizo sonar el silbato tres veces anunciando que ya debían empezar. Unos todavía elongaban, otros hacían trotecitos cortos o saltaban cabeceando una pelota imaginaria en el aire. Ninguno prestó mucha atención cuando el reemplazo de emergencia pisó el campo de juego. Luca le alcanzó la camiseta que estaba libre. Le quedaba pintada.

-¿En serio que Luisito y el Negro no vienen hoy?

-No, no vienen. Hoy a la mañana mandaron un mensaje al grupo de WhatsApp avisando que no podían. ¿No lo viste?

-No.

-Y ayer también se bajaron tres más -detalló Fabricio.

-Uy, qué cagada. No sé si llegamos a completar el once. Sumado a eso, no venimos jugando bien y me parece que hoy Los Aceiteros nos comemos tres o cuatro – se lamentó Luca saliendo de la autopista y tomando la colectora para dirigirse al predio donde cada sábado después del mediodía jugaban un torneo interfábricas en el que andaban de media tabla para abajo.

-Hola, buenas tardes.

-Buenas, buenas.

-Hola, ¿Qué tal? -respondió un muchacho de unos treinta y pico, tirando a cuarenta, con ropa deportiva y un bolso colgado del hombro que esperaba el micro a metros del ingreso al predio deportivo.

-Ahí vienen Batman y Robin -anunció entre risas uno de los jugadores mientras se acomodaba las canilleras.

-Qué gracioso -dijo Fabricio parcamente-. ¿Cuántos somos?

-Seis, siete, ocho y con nosotros dos, somos diez -enumeró Luca con celeridad.

Fabricio no dijo nada, dio media vuelta y salió al trote hacia la puerta del predio.

-¿Qué le pasa a este, le agarró diarrea? – preguntó uno.

-Si vas para tu casa tirá piedras antes de entrar -agregó otro risueño.

-Che, con la familia no -intercedió Luca.

-Bueno, paren, paren. No lo carguen a Fabricio por que la noviecita se pone mal.

-¿Sabés adónde se la están poniendo mal? -contratacó Luca.

Terminaba el mes de octubre y el sol pegaba fuerte a las tres de la tarde. Fabricio cruzó la puerta del predio y se acercó al muchacho que todavía estaba en la parada estirando el cuello, intentando ver si venía el colectivo.

-Maestro, nos falta uno. ¿Querés jugar? -preguntó.

-Sí, dale -respondió sin dudar-. Hoy vine al pedo hasta acá. Mis compañeros me mandaron al banco y no jugué un solo minuto. Son todos pibes y la mayoría cree que es más importante correr, correr y meter que jugar bien -agregó.

«Uy, la puta madre. Este debe ser malísimo, de madera, y además no le gusta correr», pensó Fabricio poniendo cara de poker mientras escuchaba su relato y caminaban apurados hacia la cancha. Sin embargo, lo importante era completar el once y no jugar en desventaja, con uno menos desde el arranque.

El árbitro hizo sonar el silbato tres veces anunciando que ya debían empezar. Unos todavía elongaban, otros hacían trotecitos cortos o saltaban cabeceando una pelota imaginaria en el aire. Ninguno prestó mucha atención cuando el reemplazo de emergencia pisó el campo de juego. Luca le alcanzó la camiseta que estaba libre. Le quedaba pintada. Era de color rojo, con dos rayitas blancas verticales surcando el lado izquierdo del pecho, similar a la de Argentinos Jrs.

Siempre que un futbolista desconocido se suma a último momento recibe un nombre relativo a su aspecto físico o al color de la ropa que lleva puesta. Si es rubio, sin dudas será «El Ruso». Si tiene unas orejas portentosas, será «El orejón». Y si, por ejemplo, viste una remera azul, por supuesto todos le dirán «Azul», o a lo mejor Cristian Castro. En esta ocasión, lo llamaron por el número de la camiseta: «El Diez».

Los primeros minutos del partido fueron trabados, friccionados. El diez caminaba la cancha, pedía la pelota, se mostraba, pero no le daban un pase. Arrancó de enganche, detrás del nueve, de Luca, y terminó ubicándose como volante interno por izquierda. Fabricio corría, metía, mandaba y ordenaba, sin embargo, hablaba más de lo que recuperaba y la redonda seguía en los pies del equipo contrario. Antes de los quince minutos, se encontraron con un penal en contra que sólo vio el árbitro. Gol. Los Aceiteros estaban uno abajo y seguían sin jugar bien.

Promediando el primer tiempo, el diez recuperó una pelota cerca del medio campo, la puso abajo de la suela, la soltó sutilmente para Fabricio, que la devolvió de primera en dirección del punto del penal. El diez picó en diagonal, quedó frente a frente con el arquero que se comió el amague y terminó desparramado en el suelo. El diez la tocó suave de zurda, un pase a la red. Gol. Uno a uno.

Luca y Fabricio se acercaron a abrazarlo. Los demás no se mostraron muy efusivos y apenas celebraron el empate con algún grito seco de gol, un puño apretado o un «vamos, vamos».

«Cinco, cuatro, uno. Cinco, cuatro, uno». Gritó reiteradamente el central derecho de ellos, mostrándose conforme con el empate y mandando a todos a retroceder unos metros. Fabricio, con más espacio en el medio campo, se adueño de la pelota, distribuía para ambas bandas, pero no lograban entrar, no conseguían atravesar el bloque defensivo.

El diez probó algunas veces desde afuera del área y siempre rebotaba en un defensor. En uno de esos rebotes, la pelota se fue por el lateral. Bajó rápidamente a pedirla, el marcador de punta hizo el saque de banda, se la tiró al cuerpo, la paró de pecho, pero la pelota traía mucha potencia y se terminó elevando. Su visión periférica le permitió observar que el arquero se encontraba adelantado, parado en la media luna del área. Cuando la pelota empezó a caer, le pegó un zurdazo potente que fue tomando altura hasta un punto en que comenzó a descender con una velocidad tal que el arquero ya no pudo hacer nada. Intentó correr hacia atrás, pero ya era tarde, la redonda cayó pesadamente, rozando el travesaño. Golazo. Dos a uno. Esta vez sí se acercaron todos a abrazarlo, saltando unos sobre otros, formando una masa humana ininteligible y sudorosa.

En el entretiempo, el diez tomaba agua de una manguera y se protegía del sol radiante a la sombra del único árbol al borde de la cancha.

-¿De qué planeta viniste, papá? ¡Qué pedazo de gol fue el que hiciste por arriba del arquero! Que digo gol, golazo -vociferó con énfasis Luca agarrándose la cabeza con ambas manos.

El goleador no pronunció una palabra y se limitó simplemente a sonreír. Tomó un último trago, se mojó la nuca, sacudió la cabeza y le ofreció la manguera a Luca que bebió con desesperación, como recién llegado a la tierra prometida después de caminar en el desierto durante cuarenta años. Un minuto más tarde, Fabricio salió del vestuario, lo vio al diez en el círculo central haciendo jueguitos, se acercó al trote y lo abrazó.

-Tengo que pedirte disculpas. Cuando me dijiste que te habían dejado en el banco pensé que eras horrible, pero me tapaste la boca -confesó Fabricio-. Hiciste un primer tiempo increíble. Si querés seguir jugando para nosotros, ya te ganaste la titularidad.

-Te agradezco, máquina, pero no puedo venir todos los sábados. En parte mis compañeros me mandan al banco por eso. Igual hoy se zarparon, se les escapó la tortuga. Nadie quería salir y me dejaron afuera todo el partido -confesó el reemplazo de emergencia.

En el segundo tiempo, el equipo contrario mantuvo el cinco, cuatro, uno. Parecían haberse quedado sin piernas y casi no cruzaron la línea central. Fabricio y el diez se apoderaron de la pelota, sin embargo no lograron un pase claro, filtrado ni llegar con libertad por las bandas para buscar un centro preciso para Luca. Siguieron probando con disparos de media distancia, pero el arquero y los palos, en dos ocasiones, evitaron que pudieran aumentar el marcador. Final del encuentro, triunfo para Los Aceiteros y volver a sumar de a tres después de varios empates y caídas.

Como era habitual, terminado cada partido, pasaron por la ducha y luego se dirigieron al kiosco del predio para tomar algo fresco, conversar y reír hasta el atardecer. El diez agarró su bolso y se despidió tímidamente. Lo invitaron a quedarse, pero se disculpó detallando que debía tomar dos micros y un tren para regresar a su casa.

-¿Adónde vivís? -preguntó el arquero destapando la cerveza helada con el borde de la mesa.

-Un poco lejos, en Villa Fiorito. Gracias por invitarme, muchachos, pero si no vuelvo temprano a casa, la bruja me mata. Ja ja. Y recuerden una cosa: La pelota… la pelota no se mancha. Que se diviertan, nos vemos -saludó poniéndose la remera y se marchó.

-Fua, el Diego -dijo Luca asombrado, todos hicieron silencio. Observándolo caminar con los cordones desatados hacia la parada de colectivos, algunos lo vieron más petiso de lo que les había parecido dentro de la cancha. Otros notaron una panza algo más prominente y unas piernas robustas y bastante chuecas. Y todos, sin excepción, todos en ese mismo momento, descubrieron una melena enrulada que no habían percibido durante los noventa minutos de juego.

Los Aceiteros, cada sábado esperaron con ilusión la llegada del diez, hecho que jamás ocurrió. Siguieron participando en torneos interfábricas con poca suerte, a los tumbos, siempre boyando en mitad de tabla. Sin embargo, un año lograron el tercer puesto después de una levantada en las últimas fechas en las que sumaron cinco victorias al hilo y tres empates, pero no les alcanzó para coronar.

La historia de la aparición del Diego fue creciendo poco a poco, como una bola de nieve, y se transformó en una leyenda, en un mito urbano de aquel predio deportivo. En el relato se exageraron ciertos episodios, se desmintieron otros, y cada uno, a su modo, revivió aquel suceso como algo extraordinario, fuera de lo normal. Desde entonces, así como a Estudiantes le dicen «El Pincha» o «El León», y a Gimnasia lo apodan «El Lobo» o «El Basurero», al equipo de Fabricio y Luca se lo empezó a conocer como «Los apóstoles del Diez».

Marcelo Rivero