Es el atardecer y la van hippie, envuelta en una nube de faso que se huele a un kilómetro a la redonda, pasa a velocidad crucero frente a otro control policial. En el estéreo suena Viejas Locas: «Legalícenla, oh-oh-oh». Unos metros más adelante, el conductor ve por el espejo retrovisor que dos patrulleros salen a toda velocidad.

 

-¿Algo más? -pregunta la cajera.

-No, nada más. ¿Cuánto es? -responde Gonzalo, apretando la botella entre su brazo izquierdo y las costillas.

-Dos mil quinientos.

-Eh, ¿Qué rompí? -bromea mientras ofrece el dinero a la cajera que parece no inmutarse ante sus palabras.

Sale del chino y pone en marcha la van hippie, descorcha el vino, bebe un sorbo largo y se dirige por Avenida 44 para luego tomar la Ruta 2 a Mar del Plata.

A los quince o dieciséis años, antes de terminar la secundaria, Gonzalo comenzó a trabajar en el taller mecánico de su padre «para aprender un oficio», comprarse su ropa, sus cosas y también tener plata para salir.

Durante la pandemia, con tiempo de sobra, como nos pasó a todos, empezó a hacer cosas que había dejado pendientes. Una de ellas fue arreglar la van hippie que había comprado en un remate hacía tiempo. Con ayuda de su padre y algunos tutoriales de YouTube, Gonzalo solucionó los problemas de motor, burro de arranque, tren delantero, suspensión y luces. El vehículo estaba listo para salir a las pistas, pero seguían las restricciones sanitarias que no le permitían dejar la ciudad.

-Uy, la puta madre, la yuta -susurra y baja el volumen del estéreo.

Tiene el registro de conducir vencido desde antes de la pandemia, la van hippie sin vtv ni seguro y debajo del asiento, del lado del acompañante, lleva «algo» que podría causarle problemas con la ley. Sin embargo, al pasar frente al puesto policial a velocidad crucero, no lo paran. Uno de los agentes mira el celular, mientras que el otro enciende un cigarrillo. El mediodía va quedando atrás y las tripas empiezan a rugir.

Durante el confinamiento, una calurosa noche de febrero, Gonzalo fue a una fiesta clandestina, a unas pocas cuadras de su casa, ahí conoció a Claudia: «Una morocha hermosa con unos ojos como el océano», repetía cada vez que le preguntaban quien era la piba que lo volvía loco.

Después de bailar al aire libre como desquiciados y tomarse hasta el agua de los floreros, ambos pasaron la noche juntos en la van hippie, en verdad ya era de día. Al despertar, salieron para La Pérgola de Punta Lara, eran las tres de la tarde. Compraron dos panes, 100 de paleta, 100 de queso y una Quilmes, y se quedaron hasta el atardecer, cuando los mosquitos los sacaron a la fuerza.

Tras manejar más de una hora y media, Gonzalo tiene ganas de parar un rato. Sube el volumen del estéreo: «Adorable puente se ha creado entre los dos…», canta Cerati, y detiene junto a un arroyo la van hippie, su «hotel rodante». Nunca le gustó el término «casa rodante», para él «La casa es el hogar, el lugar donde vive una familia. Es como cuando salís del país y llevás tus cosas, tus costumbres, pero esa tierra nunca puede ser tu patria. Tu patria es donde naciste, son tus viejos y tus hermanos sentados a la mesa comiendo un asado o unos ravioles, son tus amigos en la esquina, en el boliche, cagándote de risa».

Gonzalo busca una caña de pescar, encarna con un pedazo de pan duro, y prende fuego con unas ramas y papel de diario. Como quien saca conejos de la galera, sin el más mínimo esfuerzo, pesca dos pejerreyes. Sin perder tiempo los condimenta, los cocina y almuerza junto al arroyo terminando el vino que le queda de aquella botella que compró en el chino antes de emprender el viaje. Con la panza llena, duerme una siesta en la van, apenas unos veinte minutos para descansar y volver a la ruta.

Claudia trabaja como auxiliar no docente en una escuela primaria, es madre soltera y comparte techo con su hijo de cinco años y su madre, jubilada de ama de casa, quien además cobra la pensión de su esposo, ex trabajador de YPF. No tiran manteca al techo, pero sobreviven.

Desde que conoció a Gonzalo en la clandestina, se siente acompañada, cuidada y querida. Ella también lo quiere, llevan tres años juntos con idas y vueltas, pero no piensa dejar todo atrás y seguirlo en esa loca aventura de recorrer el país en la van hippie.

«Perdí noción del tiempo y el lugar, no sé ni donde tengo la nariz», desentona Gonzalo, mientras suena en el estereo «Algún lugar encontraré» de Calamaro, y enfila la van hacia la estación de servicio.

-Buenas tardes, maestro.

-Buenas tardes -responde el playero, y viendo que se dirige al baño le advierte -, está clausurado.

-Uy, qué mal.

-Hay una perdida en la mochila del inodoro -agrega.

-Yo soy mecánico, tengo una caja de herramientas en la van -detalla Gonzalo -si quiere lo puedo arreglar.

-Sí, claro. No tengo para pagarte, pero a cambio puedo cargarte unos litros de nafta.

-Genial, acepto -dice Gonzalo estrechando la mano del playero.

Un poco de teflón, otro tanto de pasta selladora, un ajuste por acá, otro por allá y la perdida queda solucionada. Aprovechando las instalaciones sanitarias de la estación de servicio, Gonzalo se da una ducha reconfortante con agua fría.

-Ya está listo, maestro.

-Qué rápido, bueno, gracias -expresa el playero -. Acercá la combi al surtidor así…

-La van -interrumpe Gonzalo.

-¿La qué?

-La van, maestro, la van hippie.

-Lo que sea. Acercala así cargamos nafta -dice el playero, señalando hacia su derecha- y pedile al pibe del «24 horas» que te de algo de comer.

Claudia le mandó dos mensajes de WhatsApp sabiendo muy bien que no obtendrá una respuesta rápida:

Mensaje 1: «Hola, gordo, espero que tengas un lindo viaje y seas feliz cumpliendo tu sueño de recorrer las rutas argentinas. Un beso grande.»

Mensaje 2: «Nunca te prometí nada, ni lo pienso hacer ahora. Te quiero y no necesito decirte que voy a esperarte. Juanito y mamá también te mandan besos.»

Ella, mejor que nadie, sabe que Gonzalo casi nunca tiene crédito. Si lo llama alguno de sus contactos atiende, pero no es de andar revisando el celular para ver si tiene mensajes y además, hace tiempo se hartó de las redes sociales porque «no aportan nada, es todo puterío y puro quilombo».

-Hola, buenas tardes.

-Hola -responde el pibe del «24 horas».

-Me dijo el playero…

-El dueño, es el dueño -interrumpe el pibe.

-Ah, no sabía -se asombra Gonzalo -, creí que era un empleado.

-Como estamos en temporada baja, él trabaja todos los días de 8 a 18hs., en verano contrata más gente, pero después se hace cargo sólo.

-Claro, ahora en marzo solo viajan los contingentes de jubilados y algún loco como yo -agrega Gonzalo -, pero entre enero y febrero siempre hay mucho más movimiento.

-Exacto, siempre es así.

-Bueno, pero hubo un tiempo, en el gobierno de Crsitina, en el que los jubilados también viajaban en temporada alta -detalla Gonzalo -. Por ejemplo, mis viejos conocieron casi todo el país en esos años.

-Sí, es verdad. Incluso había un plan con cómodas cuotas sin interés para que los jubilados viajaran en avión -aporta el pibe del «24 horas»-.

-Así es. Ahora estamos muy lejos de eso, pero todo puede cambiar. No hay que bajar los brazos -sentencia Gonzalo.

-Bueno, te preparo un tostado, entonces?

-Dale.

-Para tomar tengo café, agua, jugo, gaseosa, cerveza…

-En ese orden, ja ja -bromea el viajero -. No, mejor dame una birra.

Gonzalo devora el tostado como si llevara una semana sin comer y se baja la lata de la cerveza en dos o tres tragos. Cuando el pibe va para la cocina, se levanta de la mesa, agarra un vino que estaba sobre el mostrador y un pedazo de queso protegido por una campana de acrílico. Sale del local, apura el paso, pone en marcha el motor y vuelve a tomar la ruta.

Es el atardecer y la van hippie, envuelta en una nube de faso que se huele a un kilómetro a la redonda, pasa a velocidad crucero frente a otro control policial. En el estéreo suena Viejas Locas: «Legalícenla, oh-oh-oh». Unos metros más adelante, el conductor ve por el espejo retrovisor que dos patrulleros salen a toda velocidad.

-Uy, este boludo seguro llamó al 911 avisando que me afané el queso y el vino.

Decide descartar el porro por la ventanilla e inmediatamente recuerda el paquete que está debajo el asiento, del lado del acompañante. Baja un poco el volumen.

-Estoy hasta las manos, estoy hasta las manos -repite.

«Mar del Plata – 17 Km», señala el cartel. Los dos móviles se aproximan por el carril rápido con la sirena y las luces encendidas. Están cada vez más cerca.

-Estoy hasta las manos -insiste.

Los patrulleros llegan a toda velocidad, pasan a la van hippie, uno de ellos se pone delante y ambos móviles aceleran apareados hasta perderse de vista. Gonzalo respira aliviado y vuelve a subir el volumen. Suena NTVG: «La ruta semi vacía, como mi vida sin vos», y por primera vez en el día piensa en Claudia.

 

Marcelo Rivero