Él es así, un enfermo del trabajo, pero es buena gente y no nos abandona nunca, menos en las malas. Siempre está -expresó el Gato, evitando contarle que en la semana fueron con Carlitos hasta la oficina de Julio para pedirle un puesto en la empresa para él, que había sido despedido del trabajo hace dos semanas.

Casi nadie conocía su nombre verdadero. Desde aquel día que apareció con la mitad de la cabeza teñida de rojo furioso, todos empezaron a decirle «Ñuvel», en referencia al club de fútbol rosarino.

El atardecer era caluroso y el patio de la casa de Carlitos funcionaba como escenario habitual para el encuentro mensual de los cuatro amigos. Mientras el dueño de casa cortaba salamín y queso, el Gato, como de costumbre, se encargaba de la parrilla.

-Vamos Ñuvel -gritaron los amigos al unísono cuando lo vieron llegar.

-Cómo andan mis amigos? -preguntó.

-Todo bien -respondió el Gato, salando la carne.

-No trajiste los vinos -recriminó el dueño de casa.

-Qué rompe bolas, loco. Ahora voy.

-También traete unas papas fritas y algo más, para la picada -agregó el parrillero.

Ñuvel asintió con la cabeza y agarró una bicicleta que estaba apoyada en una de las paredes del patio, al lado de la cucha del perro, y salió para el kiosco. Él vivía en otro barrio, pero de tanto visitar la casa de su amigo ya conocía todos los negocios de la zona. Pedaleó durante un par de cuadras, cuando un patrullero ruidoso y algo descalabrado le cerró el paso en una esquina poco iluminada.

-¿Adónde va? -Gruñó uno de los agentes.

-Al kiosco, a comprar pan y cigarrillos -mintió.

-¿La bicicleta es suya?

-Sí, es mía -volvió a mentir Ñuvel, tal vez para no andar detallando que era de su amigo Carlitos, o de uno de sus hijos. Tampoco dijo nada de los vinos que iba a comprar.

-¿Qué lleva en la mochila?

-Nada, un buzo, por si refresca más tarde y el cargador del celular -detalló.

-El DNI, por favor -ordenó el policía.

Ñuvel metió la mano en el bolsillo, sacó una billetera de cuero bastante desgastada y le dio el carnet.

-José Luis Torres. Calle Hernández, número 317 -murmuró el agente-. Eso queda muy lejos para venir hasta acá en bicicleta…

-Vengo con la bici en el tren -interrumpió Ñuvel, mintiendo otra vez.

-Bueno, bueno, circule -refunfuñó el policía, devolviéndole el DNI y subiéndose al patrullero.

Al regresar del kiosco, volvió a escuchar el clásico «Vamos Ñuvel» de sus amigos, y Carlitos preguntó qué había comprado.

-Tres vinos, unas papas y estos conos 3D -enumeró Ñuvel, sacando todo de la mochila y poniéndolo sobre la mesa.

-¿Arrancamos con la picada o esperamos a que llegue Julio? -consultó el Gato, acomodando las brasas con un palo de escoba.

-Por mí, arranquemos, yo tengo un hambre bárbaro- dijo Carlitos.

-Sí, arranquemos. Pero viene Julio al final? -consultó Ñuvel, agarrando un sacacorchos para destapar una de las botellas de vino.

-Sí, viene -afirmó el dueño de casa- hoy hablé con él y confirmó que venía.

-¿Cuándo? -insistió Ñuvel.

-Julio viene después de junio y antes de agosto -bromeó el Gato con histrionismo.

-Ah, bueno. Qué gracioso, contarte otro.

-No, Ñuvel, yo me encargo de la parrilla, el que cuenta historias sos vos. Contate algo de cuando tenías la banda de Rock y salían a recorrer los cien barrios porteños y el conurbano profundo.

-¿Cuánto hace que nos conocemos? -primereó Carlitos.

-Hace como seis o siete años -dudó el parrillero.

-Ocho -aseguró Ñuvel.

-Ocho -repitió el dueño de casa, señalándolo con el índice de la mano derecha- y nunca te vimos tocar la guitarra. Ahí tengo una criolla de mi hija que hace unas semanas empezó a estudiar música con una profesora del centro, te la traigo y tocate algo…

-No, no -interrumpió Ñuvel-, las criollas tienen cuerdas de nylon y yo toco con eléctricas, que tienen encordado de acero.

-Pero es lo mismo, es una guitarra- insistió Carlitos.

-Dale, traela, y que se toque una de Los Redondos o de Sumo -se sumó el parrillero.

-No, loco, ya dije que no. No voy a tocar. Vine a comer asado, no a hacer un show para ustedes dos que tienen menos Rock and Roll que el canal El Gourmet. Ja ja.

-Está bien, Jimi Gerli, tenés razón, pero contate una historia, dale -pidió el Gato-, mientras se metía en la boca una rodaja de salamín.

-Bueno, dale. Esto también tiene que ver con la policia, que siempre me para -se lamentó-. Incluso recién, cuando fui al kiosco, me paró la cana. No sé qué problema tienen los uniformados conmigo.

-A lo mejor sea tu aspecto: la mitad de la cabellera teñida de rojo furioso, una remera negra de Riff toda agujereada y un chupín súper apretado marcandote el bulto -detalló Carlitos con humor.

-Ojo que también le marca la cola -agregó el Gato, masticando un pedazo de pan.

-Allá le están marcando la cola -chicaneó Ñuvel y los tres rieron a carcajadas.

Recompuestos del ataque de risa, brindaron con sus vasos de vino y Ñuvel comenzó el relato.

-Me invitaron al cumpleaños de uno de mis tíos, cumplía 50 ó 60. Recién empezábamos a salir con Carola. Estábamos tomando unos copetines y saludando parientes, cuando se me acerca un loco, un vecino del barrio, que era cana y creo que salía con una de mis primas. Frunció la cara mirándome el pelo teñido y me dijo que una tarde estuvo por mandarme a detener. Pensé que era una joda. Carola no lo conocía y no entendía nada.

-Pero qué habías hecho para que mandara a meterte preso? -indagó el dueño de casa.

-Nada, Carlitos, nada. Resulta que en esa época íbamos una o dos veces por semana con el otro guitarrista a una sala de ensayo en el Centro, bajábamos del micro y caminábamos dos cuadras para llegar. En la esquina de la sala había un Banco que poco tiempo después quebró. Este loco trabajaba ahí, haciendo guardia dentro del Banco y estaba enojado conmigo porque yo pasaba y no lo saludaba.

-¿Te hacías el boludo para no saludarlo? -preguntó Carlitos, metiendo la mano en la bolsa de papas fritas.

-No, nada que ver. Yo no sabía que trabajaba ahí. Qué me iba a imaginar que un loco al que no veía desde la infancia se había terminado metiendo en la cana e iba a estar laburando justo adentro de un Banco por el que yo pasaba de casualidad, hablando con mi amigo y pensando en otras cosas. Resumiendo: me dijo que pensaba mandarme a detener por su compañero y que después iba a ir él en persona a la comisaría para liberarme y exigirme que le pidiera perdón por no saludarlo cuando pasaba «con la campera de cuero y la guitarrita al hombro». Un delirante total.

-Uh, qué locura! -soltó el parrillero, mientras daba vuelta el vacío y pinchaba los chorizos con el tenedor.

-Sí, un loco total. Por suerte fuimos poco tiempo a esa sala, terminamos ensayando en el quincho de la casa de la abuela del baterista y me salvé de terminar en cana. Ja, ja -detalló Ñuvel-. Al final, comimos unas porciones de pizza con Carola y enseguida nos fuimos del cumpleaños de mi tío. Nunca más lo volví a ver al loco ese. Los canas nos tienen que cuidar y en realidad son más peligrosos que los delincuentes -agregó.

-Che, Ñuvel, tu novia Carola te tiñe el pelo? -quiso saber el Gato, cambiando de tema.

-Sí, desde que estamos juntos me tiñe ella, antes me tenía yo solo, pero no me quedaba bien -respondió.

-Porque ahora te queda hermoso, ja, ja -bromeó-. Y también te corta el pelo? -volvió a indagar.

-No, hace tiempo voy a lo del Miky, el peluquero que me recomendó Carlitos.

-Otro delirante -sumó el anfitrión-. Hace unos días fui a cortarme el pelo y se mandó una de película. La peluquería del Miky tiene todo el frente de vidrio y a la tarde da todo el sol, pero pone el aire en 22 grados y la pasas joya, pero lo malo que tiene es que tarda como cuarenta minutos en cortarte. Le gusta tomarse su tiempo, prepara mates, charla, pone Rock and Roll, te cuenta sobre de las bandas que fue a ver el último fin de semana…

-Ya que estás habalndo de Rock, sacá esas cumbias que me tienen harto -interrumpió Ñuvel-, y poné algo que valga la pena.

-¿Qué querés, Riff, V8, Hermética, Almafuerte…?

-No, algo más tranquilo. La Mississippi, Memphis o el disco «Agujero interior», de Virus- detalló.

-«Ven, Carolina, vamos a bailar este nuevo ritmo que te va a encantar» -desentonó el parrillero, haciendo reír a Ñuvel y a Carlitos, que continuó con la historia de la peluquería.

-También hablamos de fútbol, porque yo jugaba con su cuñado en juveniles y él nos iba a ver. Yo ahí no lo conocía, es más, me cuenta cosas de esos años que ni recuerdo: partidos, goles, finales, qué sé yo, un montón de cosas que sólo él debe saber si pasaron o no.

-¿Es medio chamuyero ese Miky? -preguntó El Gato.

-No, creo que no, pero yo no me acuerdo casi nada de cuando jugaba con el cuñado, pasaron como veinte años. Andá a saber. Pero bueno, lo cierto es que me estaba cortando el pelo y se empieza a escuchar una sirena. Era el camión de los bomberos con los Reyes Magos arriba, repartiendo golosinas a los pibes del barrio, como todos los años, y frenan justo frente a la peluquería. Entonces el Miky sale a la vereda para ver mejor, y los disfrazados lo empiezan a llamar. Vuelve a entrar, deja la tijera y el peine sobre una silla, se va sin decir una palabra, sube al camión de bomberos y empieza a los abrazos con Los Reyes Magos. Serían las cinco de la tarde, un calor de locos, y la puerta quedó abierta. Me levanto a cerrarla y espero que vuelva, pero no vuelve. Yo ahí sentado con la bata puesta, el pelo a mitad de cortar y un broche naranja en la cabeza.

-¿Y qué pasó, volvió? -indagó Ñuvel.

-Pará, Pará, que te cuento. Pasaron cinco minutos y nada, diez minutos y nada. Entra un viejo a la peluquería y saluda, lo saludo. Se sienta en una de las cuatro sillas y se inclina para ver el peine y la tijera que el Miky había dejado en una de ellas cuando salió coriendo. Lo miro por el espejo y le digo, ahora viene.

-¿Y vino al final?

-Sí, pero vino como a los quince minutos el sinvergüenza. Todo chivado, jadeando y cagándose de la risa. Como si nada, me dice: «Uy, disculpame, Carlitos, me fui de gira con Los Reyes Magos, tarde mucho?».

-No, está re loco -gritó Ñuvel.

-Mensaje de Julio -anunció el Gato-. Avisa que en 10 minutos llega. La carne está lista, voy sacando los choris y los chinchus.

-Dale, dale, voy a buscar un poco más de hielo -dijo el dueño de casa.

Julio trabajó solo dos años con ellos, después armó una pequeña empresa con su hermano y hoy ya tienen unos veinte empleados. Sin embargo, y a pesar del poco tiempo que le queda, nunca faltó a la comida mensual que organizan en la casa de Carlitos.

-Este Julio, siempre igual -refunfuñó indignado Ñuvel-, llega sobre la hora, viene a comer y no hace nada.

-No te enojés, Julio es buen tipo. Le queda poco tiempo, pero igual viene siempre.

-No me enojo, Gato, no digo que sea mala leche, pero qué le cuesta escaparse un rato antes? Vos te hacés cargo de la parrilla, Carlitos pone la casa, yo compro el vino, preparamos la picada, charlamos, nos cagamos de risa, compartimos… A eso me refiero: compartir, estar juntos, no todo en la vida es hacer guita.

-Te entiendo, hermano, te entiendo. Él es así, un enfermo del trabajo, pero es buena gente y no nos abandona nunca, menos en las malas. Siempre está -expresó el Gato, evitando contarle que en la semana fueron con Carlitos hasta la oficina de Julio para pedirle un puesto en la empresa para él, que había sido despedido del trabajo hace dos semanas, por sus reiteradas faltas y llegadas tarde.

-Miren quién llegó, el mejor empresario pyme del condado -exageró el dueño de casa, con un tupper lleno de hielo en la mano, anunciando la entrada de Julio.

-Buenas noches, amigos, disculpen la tardanza, pero acá estoy. Traje un kilo de helado y dos botellas de Rutini para brindar.

-Vamos, vamos, a sentarse que ya comemos -ordenó el Gato, acercándose con la tabla repleta de achuras, chorizos y morcillas.

-Gato, trae todo y sentate vos también. Dejá la parrilla, que ya hiciste bastante -indicó Carlitos, cortando el pan con un Tramontina-. Con el calor que hace, no se va a enfriar el asado. Dale, vení.

El Gato se sentó frente a Julio y sirviéndose una porción de vacío, disparó: -Acá Ñuvel está enojado con vos, Julito, dice que venís a comer y no hacés nada.

-Pará, pará, Gato, té dije que no estoy enojado -interrumpió-, simplemente digo que estaría bueno que venga más temprano para compartir un rato y charlar.

-Tenés razón, Ñuvel, ojalá tuviera más tiempo para estar con mi mujer y mis hijos, y con ustedes, que también son mi familia. Pero como dice el refrán: «Cuando el gato no está, los ratones se divierten». Si me voy temprano de la empresa no se produce lo suficiente y sin producción hay menos ingresos -detalló Julio haciéndose un choripán con chimichurri-. Y no es que sólo me importe la guita, pero si baja la recaudación, se complica todo. Son unas veinte familias que dependen de la pyme y la idea es que nunca se queden sin cobrar el sueldo.

-Che, la carne está de primera, un lujo -afirmó Carlitos, poniéndose de pie-. Un aplauso para el asador.

-Viva Perón, carajo -rugió el Gato, haciendo la V con los dedos.

-¿Qué estuviste haciendo en estos días en la empresa, Julio? -quiso saber el dueño de casa.

-Mantuve algunas reuniones productivas con otros empresarios, cerramos un crédito con el banco para adquirir nueva maquinaria que nos ayudará a crecer y por eso habilitaremos el ingreso de otros cuatro operarios, uno de ellos serás vos, Ñuvel.

-¿Cómo? -preguntó casi cayéndose de la silla.

-Agradecele a estos dos que en la semana fueron a hablar conmigo y me contaron que estabas desocupado. El lunes te quiero ahí a las siete de la mañana, y nada de llegadas tarde ni faltazos injustificados, ok?

-Claro que sí, amigo, el lunes estoy ahí. Gracias, gracias. Y gracias a ustedes dos también.

-Qué lindo es dar buenas noticias -dijo el Gato, intentando imitar al ex presidente De la Rúa.

-El amigo del Oso Arturo, ja ja -agregó Carlitos y los cuatro rieron a carcajadas.

-Gracias por la buena noticia, no me lo esperaba. Pero yo también tengo que contarles otra buena noticia: Carola esta embarazada de tres meses, voy a ser papá -confesó Ñubel.

-Se hizo un silencio que duró un par de segundos, inmediatamente estalló el clásico grito «Vamos Ñuvel» y los cuatro terminaron abrazados y saltando por todo el patio, mientras el perro de la casa aprovechó para trepar a la mesa y robarse una costilla de asado.

 

Marcelo Rivero