Díaz no se caracterizaba por la técnica o el virtuosismo sobre el ring, sino por su potencia, coraje y tenacidad. Cualidades que lo llevaron a ganar muchas peleas que parecían perdidas.

-Campeón, campeón, puede ser una selfie?

-Sí, claro -respondió el ex pugilista poniéndose en guardia.

-¿Y te puedo pedir también un autógrafo para mi viejo que es fanático del box?

-Sí, dale. ¿Cómo se llama? -preguntó el campeón, tomando el papel y la birome.

-Juan Carlos.

-Para Juan Carlos, con afecto -susurró mientras escribía. Y estampó su firma: César «El Torbellino» Díaz.

-Ah, bueno, no se entiende nada. ¿Aprendiste a escribir con los guantes puestos? -exclamó el comensal, riéndose y mirando a sus compañeros de mesa quienes también reían.

-Mirá pibe, si tuviera los guantes puestos a lo mejor saldrías con vida -dijo furioso el campeón, alzando su puño derecho-, pero si seguís molestando te voy a pegar una trompada con la mano descubierta y no te van a contar hasta diez, te van a contar hasta cien…

A César «El Torbellino» Díaz le decían «Campeón», pero nunca lo fue. Como pugilista amateur tuvo una labor destacada y llegó invicto al profesionalismo. Díaz no se caracterizaba por la técnica o el virtuosismo sobre el ring, sino por su potencia, coraje y tenacidad. Cualidades que lo llevaron a ganar muchas peleas que parecían perdidas.

Sin embargo, igual que a Gabriela Sabatini en el tenis, que cada vez que estaba por trepar al escalón más alto se topaba con la alemana invatible Steffi Graff, Díaz siempre fue eclipsado por Eladio «Mano de acero» Terán, campeón argentino y sudamericano. Tal escollo no hizo mella en su actitud y tampoco impidió que Díaz llegara a ser uno de los máximos exponentes en su categoría.

-¿Qué pasa caballeros? -interrumpió el mozo del bodegón, con voz serena, pero firme.

-Nada, maestro, nada. Este mono se cree una estrella del deporte argentino, pero no sabe ni escribir.

Cesar «El Torbellino» Díaz lo miró a los ojos con furia, pero sin decir una palabra.

-Discúlpeme, caballero, el campeón es cliente habitual de este lugar -indicó el mozo-, jamás se comportó como una estrella y nunca causó problema alguno.

-Sí, pero…

-Nada de peros -intercedió el mozo-, si le molesta su presencia, puede retirarse ahora mismo. Y si sigue con esa actitud, le recuerdo que el salón se reserva el derecho de admisión.

El comensal bajó la cabeza y volvió a la mesa con sus tres amigos que al oír al mozo también dejaron de reír.

-Gracias, Martínez -dijo «El Torbellino», guiñando un ojo-, no sé qué le pasa a este pibe. Uno lo trata bien, accede a sacarse una foto y sale con estas cosas.

-Tranquilo, campeón, acá estamos orgullosos de tenerte todos las noches. Y nunca te olvides que a la gilada ni cabida.

«El Torbellino» Díaz se retiró a los 30 años, en el 2000, después de una década dedicado al boxeo, carrera que le sirvió para amasar una pequeña fortuna en dólares, gracias al uno a uno (un peso = un dólar), pero el corralito del 2001 se quedó con todos sus ahorros.

Años más tarde, mediante el arduo trabajo de su abogado, recuperó parte de esos dólares de los argentinos que se habían quedado los bancos.

En aquel momento se dedicó a hacer «presencias» en boliches para sobrevivir y poder pagar la manutención de los cuatro hijos que tuvo con las tres mujeres que se casó. Díaz también llegó a protagonizar algunas publicidades, dos de ellas muy importantes, por las que le pagaron muy bien. Una para la marca deportiva del momento y otra para la cerveza más vendida en el país.

-Bueno, campeón, lo mismo de siempre?

-No, Martínez, hoy recomendame un plato especial. Estoy esperando a una señorita -detalló «El Torbellino», volviendo a guiñarle un ojo al mozo.

-Bien. Hoy tenemos sorrentinos de salmón con salsa de camarones.

-Espectacular. Y esta noche nada de cerveza, Martínez, mejor un buen vino blanco, bien, bien frío. Escuchame, -agregó el campeón-, cuando llegue la señorita en cuestión, te acercás a preguntar qué vamos a cenar y yo te pido los correntinos de salmón…

-Sorrentinos, campeón, sorrentinos -corrigió el mozo.

-Ya sé, Martínez, es una broma -sonrió-. Y no te olvides del buen vino blanco, bien, bien frío. El acting lo tenemos que hacer disimuladamente -enfatizó-, pero con un poco de show, para impresionar a la rubia, viste?. Vos me entendés, no?

-Comprendido, campeón -afirmó el mozo y se dirigió con paso firme hacia la barra del bodegón.

El tiempo pasa para todos por igual y el dinero y la fama se escurren como el agua entre los dedos. Cuando César «El Torbellino» Díaz rondaba los 45 años, ya casi nadie se acordaba de él. Dejaron de llamarlo para hacer publicidades, no hubo más reportajes conmemorando sus hazañas pugilísticas y las «presencias» en los boliches se convirtieron en jornadas nocturnas, y mal pagas, como un patovica más. Jornadas en las que ponía sus poderosos puños en acción para amedrentar a los borrachos que causaban problemas.

Una de esas noches, un influyente funcionario municipal, fanático del box y muy cercano al intendente local, antes de entrar a uno de aquellos boliches, reconoció al campeón parado junto a la puerta de ingreso. Se acercó amablemente, conversaron unos minutos, le dejó una tarjeta con su número telefónico y una promesa laboral. En la semana se encontraron en su despacho y a los pocos días «El Torbellino» ya era empleado municipal.

Nunca se supo con claridad qué función cumplía Díaz en la Municipalidad, pero nadie podía recriminarle nada. Era el primero en llegar y el último en irse. Así como manejaba un camión o un tractor, también se lo veía haciendo trámites, podando árboles o acompañando a funcionarios y ministros provinciales o nacionales cuando visitaban la ciudad y recorrían las obras que se desarrollaban en el distrito.

-Martínez, vení. Traeme una birra y maní -exigió algo ansioso-. Me parece que la rubia no va a venir y me dejó plantado. Olvidate de los sorrentinos de salmón y preparame lo de siempre… No, no, pará, ahí viene.

El mozo volvió raudamente a la barra.

-Hola, gordi, perdoname, se me hizo un poco tarde -se disculpó la rubia-. Estuve ensayando todo el día y el Uber no llegaba más.

-No te preocupes, corazón, la noche todavía está en pañales -dijo «El Torbellino», mientras acomodaba la silla para que se sentara la rubia-. Martínez -gritó-. El mozo se acercó a la meza.

-¿Les traigo la carta? -preguntó.

-No, mejor recomendanos un plato especial, un manjar para una noche especial -respondió Díaz, conociendo la respuesta del mozo.

-Hoy tengo para ofrecerles unos deliciosos sorrentinos de salmón con salsa de camarones.

-Espectacular. ¿Qué te parce, corazón?

-Sí, me encanta. Además no pruebo bocado desde el desayuno -detalló la rubia-. A esta hora puedo comerme una vaca al trote.

-Muuuuu -mugió el campeón, zapateando el suelo aparatosamente.

-Qué loco que sos -dijo la rubia, sonriendo y aprobando la humorada del ex pugilista.

-Perfecto, Martínez, traenos sorrentinos de salmón con salsa de camaronres -reafirmó el campeón-. Y para tomar, un buen vino blanco, bien, bien frío.

Carolina Sofía Estévez es el nombre verdadero de la rubia, aunque todos la conocían en el ambiente mediático como Sofi Stuart, o simplemente SS. Comenzó su carrera, cuando todavía era una adolescente, como modelo publicitaria. Un día, un afamado productor, atraído por sus curvas peligrosas más que por su posible talento, la introdujo en el mundo de la TV. La rubia fue bailarina, secretaria y por último panelista de un programa de chimentos.

Algunos años después, dejó la TV y comenzó a enfocarse en un nuevo proyecto artístico. Gracias a la fama ganada en la pantalla chica, no le resultó difícil vincularse con productores musicales y así fue ganando terreno en el mundo de la música. Grabó algunos discos y explotó su imagen de ‘Femme fatale’ en las redes sociales subiendo videos de sus canciones que velozmente cosecharon miles de vistas y comentarios (casi siempre) positivos. Los shows poco a poco fueron convirtiéndose en algo habitual, al punto de realizar unas seis o siete presentaciones a sala llena cada fin de semana.

En uno de esos shows, en el aniversario de la ciudad, la rubia conoció a César «El Torbellino» Díaz. Aquella larga jornada de celebración, el campeón fue plomo de los músicos, asistente de iluminación, cebador de mates del sonidista y hasta se hizo tiempo para dar una mano y atender el puesto de hamburguesas y choripanes de los Bomberos Voluntarios. Esa medianoche, finalizado el recital, Sofi Stuart y «El Torbellino», quedaron en encontrarse para cenar en el bodegón.

-¿Porqué le decís Martínez al mozo?

-Porque se llama Martínez, ja, ja -sonrió el campeón-. Lo que pasa es que hace años que vengo. No es mi segunda casa, pero casi, casi.

-¿Conocés a todos los mozos? -indagó la rubia, mientras le ponía queso rallado a los sorrentinos de salmón.

-Sí, claro. Martínez es el que lleva más años acá. Ese que viene ahí, con la bandeja bajo el brazo, es Pedro, al morcho le dicen «Betún», el rubio de anteojos es Klinsmann y el más joven es Juancito, el nuevo. Si uno de ellos no puede venir -agregó Díaz-, lo cubre Ricardo, el ayudante de cocina. Una noche, hace como tres años, faltaron dos mozos, y auque no lo creas, yo me puse el delantal y les di una mano….

-Sofi, Sofi, puede ser una selfie? -interrumpió otra vez el mismo comensal.

-Sí, mi amor, por supuesto -dijo la rubia, acomodándose el pelo y poniendo trompita.

El campeón lo miró con cara de resignación y bebió otro trago de buen vino blanco, bien, bien frío.

Al momento de sacar la foto, el comensal le dio un beso en la boca a la rubia, que lo apartó de un empujón. El campeón dejó el vaso de vino sobre la mesa y le estampó una ruidosa trompada que lo dejó knockout sobre el suelo del salón. Los tres amigos abandonaron la mesa que compartían y huyeron a toda prisa. El celular voló por el aire y cayó dentro de la panera de la mesa contigua, en la que cenaba un matrimonio mayor. La mujer, con inaudita velocidad, tomó el iPhone, lo apagó y se lo guardó en la cartera. El marido atinó a decir algo, pero la señora se llevó el índice derecho a la boca, ordenando silencio, y siguieron cenando como si nada pasara.

El campeón ya había advertido que si seguía molestando no se iba a levantar aunque le contaran hasta cien, y así fue. Le contaron diez, veinte, treinta… y no lograron hacerlo reaccionar. Martínez y otros dos mozos lo sacaron a la rastra. Al cruzar el umbral de la puerta, el desmayado perdió uno de sus zapatos. Lo depositaron en la vereda, junto a un árbol. Un perro que pasaba por ahí, lo olfateó, levanto la pata, lo meó y siguió su camino.

En medio de la confusión genralizada, el campeón y la rubia subieron a un taxi y partieron con rumbo desconocido.

Un mes pasó sin que nadie tuviera noticias del ex pugilista. Una noche como otras tantas, «El Torbellino» Díaz llegó con la rubia del brazo. Martínez estaba parado en la puerta del bodegón.

-Martínez, nos casamos en secreto hace dos semanas -rugió el campeón, levantando la mano abierta y mostrando el reluciente anillo de oro-. Nos fuimos de luna de miel a Mar del Plata.

-Felicitaciones -musitó inexpresivamente el mozo más antiguo del local-. Pero lamentableme ya no tenés permitido el ingreso al bodegón, César. Como ya sabés, la casa se reserva el derecho de admisión.

El campeón quedó congelado, mudo. La rubia seguía sonriendo casi sin entender lo que pasaba.

-Por favor, liberen la puerta -exigió Martínez a la pareja, haciendo un gesto con su brazo derecho-, esta noche tenemos todas las mesas reservadas y los comensales están por llegar.

 

Marcelo Rivero